FOTO: RUBEN FIGUEROA
Testigo Púrpura/ Movimiento Migrante Mesoamericano
Karina no escucha la voz de sus hijas desde hace seis meses. María se enteró que su mamá está enferma pero no puede hablar directamente con ella desde hace dos años. Rosalba tiene cuatro años sin saber de sus hijos, su mamá o cualquier otra persona de su familia.
Las tres tienen en común que están a cientos de kilómetros de sus hogares, entre paredes de las que no pueden salir, en un sistema carcelario mexicano que no les garantiza lo mínimo básico para sobrevivir.
La vida para las mujeres en las cárceles es difícil debido a la poca comunicación con sus familias y la necesidad de obtener recursos para comprar desde agua y toallas sanitarias, ropa o material de limpieza para el aseo de los reclusorios.
Para Karina y María (de quienes sus nombres fueron cambiados) en las cárceles de Veracruz, Rosalba en Chiapas y en general las 157 mujeres extranjeras que están detenidas en México, es aún más.
Ellas tres no solo tienen en común ser extranjeras. Las tres son de Centroamérica (y son de las 40 centroamericanas detenidas en cárceles mexicanas) y las tres salieron de sus países buscando mejorar su vida, pero se encontraron con la prisión.
El precio de la distancia
Cada minuto que Karina habla con alguna de dos hijas, le cuesta 10 pesos.
Eso debe tener en mente cada vez que llama y aunque la última vez que habló con ellas la mayor, de 10 años, le reclamó porque no entendía porque su mamá no la quería ver, prefiere dejar pasar el tiempo.
“Me gustaría comunicarme un poquito con ellas (sus hijas), hacerles preguntas para saber cómo están, pero no se puede, no se puede”, cuenta para este reportaje realizado por Movimiento Migrante Mesoamericano y Testigo Púrpura.
Hablar es un lujo, cuando menos en un sitio donde un minuto al teléfono le cuesta lo mismo que un tampón y el doble del precio de uno de los cigarros que vende para sobrevivir; o comprar detergente para limpiar la zona donde le toca “la faena” le sale en lo equivalente a cinco cigarros.
Por eso la primera vez que llamó a su familia, habían pasado ya dos meses desde que fue detenida.
A ella (y las otras extranjeras), a diferencia de algunas de las internas que son de la zona, nadie puede llevarle los domingos parte de la despensa básica para sobrevivir y que afuera tiene un costo menor.
Nada de eso le debería costar, pues según la Ley Nacional de Ejecución Penal, las mujeres en situación de cárcel tienen derecho de contar con los artículos de higiene personal, ropa y todos los suministros que requieran. Pero no es así.
Además, la dificultad para hablar por teléfono no es lo único que enfrenta; también la preocupación de no saber qué pasa con sus hijas pues su esposo tuvo un accidente en automóvil que lo dejó sin poder caminar. De eso se enteró un año después del accidente pues aunque habían hablado, él no se lo quiso contar.
Del sueño americano a las cuatro paredes
El hermano de María vivía en Estados Unidos por eso cuando la convenció de viajar desde Honduras, creyó que era lo mejor para sus dos hijas y su hijo.
Pero no esperaba terminar en la cárcel y pasar meses y meses sin saber de ellos. No en lo que ella cuenta al menos.
En su versión, bajó del tren, junto al grupo con el que viajaba, para descansar un rato. Un operativo grande llegó y se llevaron a todas las personas, incluida ella.
Pasaron varios días hasta que le dijeron el delito por el que estaba acusada: secuestro. Ahora ya tiene una sentencia de siete años que deberá cumplir.
De su defensa nada supo y dice que ni siquiera conoce las acusaciones que hicieron las autoridades en su contra. Intentó hablar con el consulado, pero según cuenta solamente le dieron ánimos para que aguantara el proceso que debe pasar.
Contrario a lo que vivió María, el cónsul de Honduras en Veracruz, Othoniel Morazán, aseguró que sí las apoyan principalmente con el proceso jurídico. Nada de eso lo recibió ella.
“Protección necesaria, se les visita, se habla con ellos, comunicación por los avances de sus carpetas de investigación (…) trabajamos el tema con la defensoría pública federal, con la defensoría pública del estado para aquellos que están en el fuero común”, afirma.
Él advirtió que en las cárceles del país existen múltiples problemas para los migrantes, como por ejemplo casos de violaciones de derechos humanos y hasta de tortura.
María no puede hablar con su mamá e hijas porque no encuentra los números de teléfono, pero sí tiene contacto por medio de un pastor de su iglesia, quien hace poco le informó que su mamá está grave por una caída que tuvo y preocupada por ella.
“El pastor dice que mi mamá cree que ya estoy muerta, como no hablo con ella cree que ya estoy muerta”, cuenta.
Desaparecer en la cárcel
La familia de Rosalba Valenzuela puede llevar años buscándola sin encontrarla. Desde el penal de Chiapas donde está no puede comunicarse con ellos.
Ella, dice, cometió muchos errores, pero no asesinar a la persona que le acusan y por lo que pasará otros 23 años (más dos que ya lleva) detenida y sin poder regresar a su tierra.
En la comunidad de Cuyotenango, en Guatemala, donde vive su familia, no tienen celulares así que no hay ningún número a donde se pueda comunicar.
La violencia que vivía por parte de su expareja y papá de su hijo menor provocó que saliera huyendo de su pueblo y llegara a México.
Atrás dejó a su hijo de dos años y a sus cuatro hijas, a quienes encargó con su mamá (abuela de él y las niñas).
Después de dos años en México, a Rosalba la detuvieron junto con su pareja, quien está en el reclusorio de junto y a quien a veces no le permiten ir a visitar.
En la cárcel, dice, se hizo religiosa y llegó el arrepentimiento de las discusiones que tuvo con su mamá antes de marcharse. Por eso, la mujer de 40 años teme no volver a verla.
Pero verla, sabe, es muy difícil, porque primero alguien tendría que localizarla, decirle dónde está su hija y después traerla a México donde la encontrará entre las rejas donde está “desaparecida”.
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