
Estados Unidos atraviesa un nuevo endurecimiento migratorio. Desde el
20 de enero pasado, la administración Trump multiplicó redadas, triplicó
las detenciones diarias del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas
(ICE por sus siglas en inglés) y alcanzó más de 142 mil deportaciones en
apenas 100 días. La meta declarada es un millón de expulsiones anuales,
cifra que ya parece plausible tras los 200 mil retornos reportados a finales
de mayo.
Paralelamente, Texas reactivó la polémica SB 4, que faculta a cualquier
policía estatal a detener y “deportar” a quien no pueda probar su estancia
legal, abriendo la puerta al perfilamiento racial y a la criminalización de la
migración.
Las protestas masivas en Los Ángeles, California, contra las redadas
derivaron en enfrentamientos, detenciones y señalamientos de
“insurrección” desde la Casa Blanca. La línea divisoria entre política
migratoria y xenofobia se vuelve cada vez más tenue.
Es cierto que la Cancillería mexicana “rechazó” públicamente la SB 4. Sin
embargo, ese comunicado resulta poco más que un gesto cuando se le
contrasta con el desmantelamiento silencioso de la propia capacidad de
defensa consular, prueba de ello es que el Programa de Atención y
Protección Consular acumula reducciones cercanas al 24% desde 2023.
La consecuencia es un sistema consular que reacciona con rapidez
mediática, pero carece de abogados, psicólogos y presupuesto suficiente
para acompañar e impedir procesos de deportación.
La precariedad consular incrementa la vulnerabilidad de jornaleros
agrícolas, empleados domésticos y trabajadores de la construcción,
sectores donde las y los mexicanos son mayoría y donde la retórica
antiinmigrante propicia explotación laboral y delitos de odio.
Lo que la diplomacia mexicana debería estar haciendo (y no hace) es
financiar demandas ante cortes federales de EU para frenar leyes estatales
inconstitucionales como la SB 4; invertir, no recortar, en al menos mil
nuevos abogados y trabajadores sociales para la red de 52 consulados;
coordinar fondos de defensa legal, refugios temporales y campañas de
“conoce tus derechos”, así como reemplazar la narrativa reactiva por una
ofensiva diplomática que destaque la aportación económica de la
población hispana y el costo que tendría para EU una deportación masiva.
La política exterior no se ejerce con proclamas desde la plancha del
Zócalo, sino con oficio, datos y negociación firme. Hoy, mientras
Washington acelera expulsiones y algunos estados convierten la xenofobia
en ley, México se queda sin voz ni defensa efectiva.
Cada día de inacción consular condena a miles de compatriotas a enfrentar
solos un sistema migratorio diseñado para expulsarlos. Urge que el
gobierno pase de la retórica indignada a una diplomacia proactiva, que
defienda con la misma energía a nuestros migrantes con la que defiende
megaproyectos o ideologías domésticas. Porque detrás de cada
expediente de deportación hay una familia mexicana que merece algo más
que un boletín de prensa: merece un Estado que no la abandone.