Luis Carlos Rodríguez González
Aquella tarde de sábado María Elena, de ocho años de edad, se encontraba en el molino propiedad de su padre -Don Nemesio González- que se ubicaba cerca del puente que divide Michoacán con Guanajuato.
Era el año de 1946 y la Hacienda de Zurumuato, hoy Pastor Ortiz, aún estaba azolada por bandas de gavilleros que con el pretexto de la post Revolución, el reparto de tierras y las demandas incumplidas por el gobierno, andaban armados, robando y se enfrentaban entre ellos en la región de El Bajío.
Con su vestido blanco, cabello largo y zapatos negros, “Nena”, como la conocían en el pueblo, se sentaba por horas en el mostrador del único molino en la región para cobrar, mientras que dos mujeres mayores que le ayudaban, se dedicaban a recibir las cubetas y cuarterones con el maíz y trigo.
Los relámpagos de la tarde de aquel noviembre presagiaban una tormenta. De pronto se escucharon los primeros estruendos. Pero no venían del cielo. Eran las balas y la pólvora, una balacera.
“Ahorita acaban de matar un señor por el puente”, entró gritando una señora de rebozo azul marino al negocio de Los González.
Nena, la niña del molino, no dudó un momento y pegó el brinco para dejar el mostrador de madera, la caja de metal con las ganancias del día y su responsabilidad en el negocio familiar.
“Era una gavilla de matones de Mezquite Gordo y otra de La Noria”, recuerda Doña María Elena casi siete décadas después de aquel episodio.
En el tropel de curiosos fue de las primeras en llegar, como dicen ahora en materia forense, al lugar de los hechos. Con los zapatos enlodados se ubicó prácticamente enfrente de la única víctima de la balacera.
“Ya estaba un rodel de personas alrededor del muerto”. Ella se colocó justo atrás de la cabeza del recién acribillado, Don Blas, de la gavilla de Mezquite Gordo. “Yo no sé cómo fue pero alguien me dio una vela encendida”. Como dos horas después levantaron al muerto y lo llevaron cargando a la comisaría. Nena siguió puntual el cortejo fúnebre en medio del relinchar de caballos y de groserías que gritaban los gavilleros y amigos de la víctima, mantuvo siempre la vela encendida.
En la comisaría, sobre un escritorio de madera colocaron al gavillero. La niña, a pesar del miedo, se mantuvo ahí sin moverse por casi cuatro horas. Ya era de noche. “Afuera se escuchaban más balazos y los caballos que corrían de un lado para otro. “Yo con la vela en la mano, tenía miedo tanto al muerto como a la gente de los ranchos que estaba afuera, gritando, amenazando y que buscaban venganza”.
“Don Blas, el muerto era un señor como de 50 años. Tenía el ojo salido, brotado y se le veía entre color blanco y gris. Se veía el hueco del ojo vacío. Su cara ya estaba toda hinchada de color morada. No tenía mucha sangre, pero su cara me daba mucho miedo, pero yo no sabía a quien darle la veladora para salir corriendo de ahí”, rememora Doña Elena.
“Nadie rezaba, sólo se oían groserías y platicas. Era gente del rancho. Sólo se iluminaba el cuarto con la vela que yo sostenía y una linterna de petróleo porque ese día se había ido la luz”.
“Ya muy tarde, cerca de las 11 de la noche, levantaron al muerto en dos palos con petate amarrado para subirlo a un camión y llevarlo a Puruándiro para levantar el acta”, recuerda.
“Fue entonces que el comisariado ejidal, que era compadre de mis papás, me dijo. ¿Niña que andas haciendo aquí tan noche? ¿Cómo estará tú mamá de preocupada? Hay Don Chuche lléveme por favor a mi casa. Don Chuche sacó su linterna y me llevo a mí casa donde ya me esperaba mí mamá” -Doña Hermelinda Andrade-.
“No se sí en mi casa me andarían buscando, pero cuando llegué mi madre le dijo a su compadre: Dónde encontró a esta fregada”. Don Chuche le explicó y recomendó: “No le vaya hacer nada”. Mi madre agradeció el favor y le explicó que ya me andaban buscando por todo el pueblo, pero no me habían encontrado. Cuando se fue el comisario, entonces empezó mí otro viacrucis.
“Mi madre cerró la vieja puerta de madera de la casa y la atrancó con la oxidada aldaba de hierro. Le expliqué que me fui a ver al muerto porque la gente corría para allá”.
“Pues ahora vas a correr tú” me sentenció mi madre y me dio tres cinturonazos y me mandó a dormir al último cuarto del pasillo. “Hoy no te duermes con tú hermana Evelia“, sentenció mi madre.
“Yo no podía dormir. Me sentaba en la cama del cuarto oscuro y se me figuraba el ojo salido del muerto. Le gritaba a mi mama que el señor se revelaba. Mi madre me gritaba: “qué bueno que se te revele para que no andes de argüendera donde no te llaman y siempre se te va a revelar por andar de metiche”. Yo me la pase llorando”.
Al otro día todo el pueblo se enteró de la noticia de la muerte del gavillero Don Blas a manos de la Gavilla de La Noria que comandaba Don Silvestre Flores.
“Yo ya sabía toda la historia de lo que pasó aquella tarde. Mis hermanos mayores -Jesús y Alfonso- también me regañaron. Sólo mi papá me consoló y les ordenó que ya no me molestaran. Mucho tiempo seguía solando esa imagen. Rezaba para olvidarlo, pero a casi 70 años aún recuerdo esa tarde de sábado en lo que era entonces Zurumuato, mi pueblo natal”.
Doña María Elena González, la Niña de la Veladora, es mi madre. Creo que de ella herede el olfato periodístico.